Juanito Ollé

21 05 2010

Hace unos años, me pidieron un texto para leerlo dentro de un homenaje a Joan en un programa de Catalunya Radio.

En todo folletín que se precie hay siempre nombres propios protagonistas. En este chapucero folletín que es mi vida tú ocupas ese rango de manera incontestable, Juanito.

Ya en aquellas noches de mi Barcelona pija y universitaria -el café Estudiantil, el final de las ramblas, el Hotel Majestic-, los programas de mano de tus espectáculos eran primeros e inesperados telegramas que me servían, sin tu saberlo, de compañía reconfortante entre tanta soledad húmeda y sonora.

Más tarde nos conocimos, y enseguida comprendí lo incomprensible: María, la de los ojos insuperables, la musa que me proporcionaba vales alimenticios en el Festival de Sitges, te había elegido a ti en exclusiva para prolongar su delicada función nutricia. Tu aspecto de Woody Allen de la calle Aribau había sido definitivo.

Y, desde entonces, Juanito, hemos sido un poco hermanos, un poco novios -rebosantes, eso sí, de un amor a caballo entre la lírica y la marranada-, un poco náufragos equidistantes entre dos infancias y ciertos techos sangrantes en hoteles de Madrid al amanecer. Los Monegros nunca fueron frontera para nosotros, y la distancia y el tiempo, han agrandado la admiración que por ti siento como artista, y la ternura que me produces, que es parecida a la que me inspiran los niños Jesús en los belenes de ciertas familia pobres…

¡Qué grande eres, Juanito! ¡Qué bien conjugas el oficio con la utopía, la perspicacia con la técnica, y hasta lo más exquisito sabes envolverlo en la neblina de una faria, sin que pierda propiedades por el camino. Hueles al mismo tiempo a churros y a colonia cara, vistes de niño pijo por delante y de grana y oro por detrás, tienes pinta de existencialista los martes y de monaguillo los miércoles. Elevas como nadie la contradicción a la categoría de virtud y has ido adquiriendo con los años esa cultura que sólo tienen los que leyeron en su día lo justo y lo necesario y ya les sentó bien entonces. ¡Eres la monda!.

 Desde tu paso por aquella zaragozana gusanera que enarbolaba entusiasmada las banderas del Papa Woytila, por esas calles y por esas plazas, que tanto saben de cierzo y de surrealismo, se sigue escuchando aquel himno inyectado de noches y de resacas, de carnets de identidad arrebatados a ciertos ataúdes, rebosantes del mejor zumo de la poesía de César Vallejo y de Miguel Labordeta. Y es que, a orillas del Ebro, seguimos despidiendo a aquel marinero en tierra que eras hace quince años. ¿Te acuerdas?

“Y una noche

de carnaval

mientras lucía

la luna

se me acercó una muchacha

que iba vestida desnuda,

vestida desnuda…”

Paco Ortega


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